Mi país – al igual que muchos otros de América Latina – posee un índice de corrupción sumamente alto, además de la percepción constante de inseguridad en las calles y hasta en la propia casa. Esta situación ha llegado a afectar de manera personal a tanta gente, que en la actualidad puedo traer a mi mente a más de 5 personas que conozco, que padecen de un trastorno de ansiedad generalizada[1]. Cada vez es más complicado relajarse y a la vez más común vivir a la defensiva, imaginando peligros, sobresaltándose por el mínimo ruido dentro o fuera de casa, y la razón por la que he querido profundizar este tema, es porque todas estas personas son católicas, y por ende lleva a un cuestionamiento profundo sobre la consciencia que se tiene de la vida temporal en relación con la vida eterna. En otras palabras, viven constantemente asediados por el temor de no saber en qué momento les puede suceder algo, a ellos o a sus seres queridos, pero ya de una forma patológica, es decir, que este temor les ocupa una buena parte del día y casi todos los días.
LA CONVERSIÓN COMO LIBERACIÓN DE LA ANSIEDAD
“La verdad es que a cada mortal de alguna manera le amenazan muertes por todas partes. En los cotidianos azares de la presente vida, mientras dure la incertidumbre sobre cuál de ellas le sobrevendrá, yo me pregunto si no será preferible pasar una, muriendo antes, que tener encima la amenaza de todas viviendo. No ignoro con qué facilidad elegimos vivir largos años bajo el temor de tantas muertes, en lugar de morir de una vez y no temblar ya ante ninguna.”[2]
San Agustín explica con claridad la inutilidad de vivir preocupado constantemente por los supuestos peligros que pueden sobrevenir, o por la muerte inminente que no sabemos cómo ni cuándo nos ha de llegar, más aún, el santo de Hipona nos plantea una solución muy sencilla: morir de una vez y no temblar ya ante ninguna muerte. ¡Esperen!, antes de que salten por la ventana, san Agustín se refiere a la muerte a la que todo cristiano debe abrazar, esa muerte de sí mismo, de renunciar al mundo, al demonio y a la carne, para vivir en Dios por medio de Jesucristo. Dejar de vivir para el mundo, implica comprender que la muerte es tan solo una puerta, un paso hacia la vida eterna que nos espera, porque así Cristo nos lo ha prometido.
No se trata pues, de “abstraerse” de la realidad, sino más bien de entenderla a plenitud. Hemos de morir algún día, sin embargo, si somos verdaderamente cristianos hemos de aprender a madurar la santa resignación sobre aquella puerta que todos hemos de pasar algún día. Esta es la postura más inteligente y a la vez la que nos pide el mismo Cristo. Vivir convencidos de que somos ciudadanos de la Patria Celestial y no de la terrena, es un sello de la veracidad de nuestra relación con Dios, pues sólo quien se ha encontrado con Cristo, comprende y acepta esta realidad como algo verdadero, de manera que vive del amor de Dios y no del temor de morir algún día.
NO VIVIR APEGADOS A ESTA VIDA
Cristo fue bastante explícito sobre este tema – y de hecho no hay ambigüedad en sus palabras ni forma de interpretarlo distinto – cuando dijo: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”[3]. De esta manera, el Señor anticipa que el aferrarse a esta vida, lleva inevitablemente a perderla, ya que no hemos sido hechos para lo temporal sino para la vida eterna, por esa razón no somos sólo un cúmulo de células sino que poseemos un alma racional que al final de los tiempos habrá de resucitar para la eternidad, ya sea en el Cielo o en el Infierno. Pero, si vivimos pensando en “cómo no perder esta vida”, habremos distorsionado el sentido de nuestro peregrinar en este mundo, y muestra además una tremenda desconfianza en Dios, como si fuese El un mentiroso al habernos asegurado que la muerte no tiene la última palabra, más aún, vivir aterrados con respecto a la muerte es desmerecer el sacrificio de Cristo en la Cruz, pues gracias a dicho sacrificio se nos abrieron las puertas del Cielo, y por él tenemos la certeza de que después de la muerte empieza la verdadera vida.
Verdaderamente espero que lleguemos a tal consciencia de que Dios nos quiere santos y que no pertenecemos a este mundo, que podamos decir con san Pablo: “Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia”[4]
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[1] Las personas que padecen este trastorno presenten los siguientes síntomas (individual o combinados):
Preocupación o sentimientos aprensivos sobre el futuro: Se preocupan por lo que les depara el futuro, por las personas que están cerca de ellas o por sus bienes.
Hipervigilancia: De manera constante buscan peligros en su entorno. Esta vigilancia excesiva se relaciona con su estado hiperactivo. Como siempre están alertas a amenazas potenciales, se distraen fácilmente de las tareas en las que trabajan.
Tensión motora: Son incapaces de relajarse. Dichos individuos se sobresaltan con facilidad.
Pueden además consultarse los criterios diagnósticos en el DSM-V, código F41.1
[2] San Agustín, La Ciudad de Dios. Libro I, Capítulo XI
[3] Mc 8, 35
[4] Flp. 1, 21
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