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Foto del escritorSteven Neira

Sobre los pésimos catequistas y otros males…

Recuerdo tanto que mi primaria en un colegio religioso me resultaba tormentosa, sin embargo se volvía de terror cuando escuchaba la palabra “catequesis”. Trato de recordar a quienes en su momento dirigían mis grupos de catequesis, y se me viene a la mente la imagen de un sujeto marginado, en otras palabras sin amigos, cuyas únicas relaciones se limitaban a otras personas de su tipo, es decir otros marginados. Gente bastante rara y en varios casos con gestos amanerados, que sin duda alguna – créanmelo cuando se los digo – hacían muy poco atrayente la idea de asistir a la catequesis después del colegio. Esta experiencia personal (que desde luego es subjetiva y que no pretende generalizar) fue la que infundió en mí el criterio de que la catequesis y cualquier grupo de jóvenes católicos se resumían en gente marginada, ridícula y amanerada. Comprenderán que mi ateísmo de ese tiempo encontró su refuerzo en este tipo de experiencias que, no sólo me alejaban más de la fe sino que me convencían más de que era la ignorancia lo que llevaba a una persona a creer en Dios.

Hago esta introducción no para ganarme el fastidio de los catequistas, sino para dar a entender una realidad que aunque – gracias a Dios – no es general, sigue siendo muy común en muchos colegios, parroquias, movimientos eclesiales y cualquier otro tipo de grupo juvenil dedicado a la enseñanza del mensaje de Jesús. Es como si el primer y único requisito para ser catequista fuese que no hay requisitos, y esto es un criterio peligrosísimo que por desgracia manejan con soltura muchos grupos parroquiales, movimientos y hasta Diócesis enteras. Es verdad que el Espíritu Santo inspira e inflama los corazones de sus fieles, y que este mismo Espíritu es el que transformó a los Apóstoles de gatos asustados refugiados en el Cenáculo, en valientes mártires de la fe de Jesucristo, sin embargo ésta transformación SUPONE (y va en mayúscula porque es importante) un encuentro personal, vivo y real con Jesucristo, que en última instancia transforma el corazón del hombre, corrige y renueva sus criterios ordenándolos a la Verdad de Su Persona y le muestra – en el caso del catequista – su vocación al servicio particular de la enseñanza de la fe.

Ésta debería ser la realidad de todo catequista, sin embargo en la práctica lo que en muchos lugares se evidencia es todo lo contrario, por lo que he querido abordar ciertas ideas erradas de lo que es un catequista…

LOS CATEQUISTAS “DE PROFESIÓN”

Ciertamente no me refiero a la profesión de la fe, sino más bien a una idea muy equivocada de que la catequesis es una especie de “profesión” similar a ser profesor, psicólogo, orientador familiar, etc. Cuando en realidad, ser catequista comprende todas a la vez, dado que no es otra cosa sino una vocación, un llamado específico del Señor a anunciar la fe a un grupo determinado, velando por su crecimiento espiritual y personal. Hay “catequistas” – con las comillas a propósito – que tienen tan metida esta idea errada en su cabeza, que incluso cobran una remuneración económica por dar catequesis, y evidentemente esta situación es el caldo de cultivo para la pérdida del sentido, misión y vocación del catequista… es similar a lo que sucede con los monaguillos pagados, sólo que de estos últimos las consecuencias son más graves debido a que ya nos referimos al servicio al Altar, pero eso lo dejaremos para algún otro artículo.

Tanto a sacerdotes como a laicos que comulgan con esta idea descabellada de remunerar un servicio que es fruto de una respuesta vocacional, ya sea por la desesperación de querer cubrir la falta de catequistas en la Parroquia, como por querer asegurarse el cumplimiento inmaculado de los programas de la parroquia, les recuerdo la parábola del Buen Pastor, donde el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye y donde se concluye la premisa más importante de esta realidad, y es que al asalariado no le importan las ovejas[1].

EL CATEQUISTA POR DEFAULT

Muchas veces por producto de la necesidad y otras de la pereza, se asume que cualquier persona que tenga la habilidad de nombrar los diez Mandamientos en orden – y en orden para poner un grado de dificultad – es competencia suficiente para “condecorarlo” con el título de catequista. De esta actitud se presumen tres criterios errados:

  1. Ser catequista requiere sólo de formación

Como lo dije al inicio de este artículo, ser catequista responde a una vocación particular de enseñar la fe, sin embargo este “enseñar la fe” debe nacer de un encuentro personal con Cristo, que dé como fruto natural no sólo el llamado a anunciarle en la enseñanza de la fe, sino a una vida cristiana coherente que asume la constancia en los Sacramentos y una vida espiritual estable, de lo contrario, ser catequista se reduce a cualquier persona que tenga la capacidad de leer y asociar conceptos. Si éste es el criterio para escoger – si se puede decir así – a los catequistas, nos habremos convertido en lo que el Papa Francisco denunciaba como funcionarios, que aunque refiriéndose específicamente a los pastores, puede muy bien aplicarse a cualquier realidad similar.

  1. Ser catequista es un “honor”

Esto es muy común, de hecho es una especie de upgrade que tienen aquellos que suelen pasar mucho tiempo metidos en la parroquia. El criterio de selección de catequistas a partir de su asistencia o de su no asistencia a las actividades parroquiales no sólo es incorrecto sino absurdo. Debo insistir en la catequesis – y el catequista por ende – como un llamado de Dios al servicio de la enseñanza de la fe y no como una mera actividad más que se desprende de los quehaceres parroquiales o de grupo.

  1. No puede ser improvisado

Esto apunta específicamente a la calidad del catequista en su formación doctrinal. No está de más informarles las múltiples veces que me he topado con catequistas que no se han tomado la molestia de leer el Catecismo. Sería una especie de humor irónico tratar de explicarles porqué es importante leer el Catecismo para dar catequesis, sin embargo, muchas personas piensan que la doctrina “se improvisa”, y en ciertos casos hasta tratan de justificarlo diciendo que el Espíritu Santo les pondrá palabras en su boca. No podemos negar el actuar del Espíritu Santo, pero eso no implica que debamos ponerlo en apuros, pidiéndole ya no la gracia de poder cooperar con Él, sino prácticamente la ciencia infusa, dado que en la cabeza no hay nada de doctrina. Eso es abusar de la gracia de Dios. Debemos poner de nuestra parte.

EL VERDADERO CATEQUISTA

“La catequesis está unida íntimamente a toda la vida de la Iglesia. No sólo la extensión geográfica y el aumento numérico de la Iglesia, sino también y más aún su crecimiento interior, su correspondencia con el designio de Dios dependen esencialmente de ella”[2]

El verdadero catequista es aquél que tiene plena consciencia y claridad de su misión y de la importancia y sentido de la catequesis. No se trata tan sólo de una actividad más dentro de su vida cristiana, sino que implica una responsabilidad ante Dios y ante la Iglesia, de enseñar de manera sistemática y orgánica la doctrina cristiana. Exige de él no solamente una formación intelectual, sino en todos los aspectos de su vida, y en esto seré muy claro. El catequista no puede ser un desequilibrado emocional o psicológicamente hablando… la catequesis no puede ser una “plataforma” de la que algunos se valen para sentirse valorados o para obtener un reconocimiento. Un verdadero catequista debe ser normal, cuya personalidad sea en sí misma atrayente, no por fingimiento sino por el mismo hecho de mostrarse tal como es, una persona segura de sí misma y sin miedos para anunciar el Evangelio de Cristo, recio en sus posturas (en el caso de los varones) y sin ningún tipo de amaneramiento.

Quiero dejar claro que quienes hacen uso de este servicio como una catapulta para ser el centro de atención, o para forjarse una imagen de autoridad moral, están ofendiendo a Dios y afectando seriamente la credibilidad de la Iglesia. Ser catequista implica una sinceridad con nosotros mismos, con los demás y con Dios, en donde libre y humildemente nos descubrimos llamados a educar en la fe, entendiendo que para ello debemos también nosotros dejarnos educar. De esta manera funciona la Iglesia, pues cada uno tiene alguien concreto a quien debe responder por sus actos y responsabilidades, sea el obispo, el director espiritual, el párroco, el coordinador, animador o quien sea.

Finalmente, el verdadero catequista es aquél que mantiene en el centro de su vida la intimidad con Jesucristo y el amor a la Iglesia. Si alguno de estos dos factores es defectuoso, no bastará la Biblioteca Vaticana para poder llenar el vacío de lo necesario para cumplir la misión de la catequesis. Tomémonos en serio la enseñanza de la fe y no escatimemos recursos y estrategias para la selección y formación de los futuros catequistas.

 

[1] Jn. 10,11-13

[2] Catecismo de la Iglesia Católica, 7

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