Durante todo este tiempo de formación y discernimiento en el Seminario, una de las cosas que he puesto a los pies del Señor ha sido este apostolado concreto que inicié allá por el 2010 con otro nombre y por otro medio, y créanme que ha sido fuente de alegrías y dolores. Creo firmemente que uno de los criterios que me ha llevado a continuar escribiendo es la esperanza – que ha querido morir por momentos, lo admito – de que cada vez más católicos se acostumbren a leer y sientan la necesidad de formarse, de amar a la Iglesia y servirle no sólo con su testimonio (que es lo más importante) sino también con sus palabras. Es triste constatar el gran número de católicos que han cedido a los criterios de este mundo y han abrazado la pereza intelectual, para luego caer en las redes de mitos y falsedades.
Con un fuego que me quema les confieso que, así como hay quienes son dados a buscar la respuesta “corta” y “descomplicada”, he tenido la oportunidad de conocer a muchos católicos que arden por la verdad, a quienes no les basta saber de oídas, sino que reman hacia lo profundo. A muchos, que les he conocido personalmente, he podido constatar que la misma actitud se refleja en su vida interior, recordándome esa inquietud siempre viva de los primeros discípulos, a quienes no les bastaba saber de Jesús de oídas, sino que buscaban hasta llegar a la fuente de la verdad. A estos y a todos – incluyéndome a mí – debe sonarnos siempre nuevas aquellas palabras del primer Papa de la Iglesia en una de sus Cartas: “(…) dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza”[1]
La Iglesia siempre ha necesitado de santos, pero hoy más que nunca, necesita de santos que reflejen la verdad de Jesucristo con sus obras y con sus palabras. En este siglo, el mundo ha mostrado a plena luz su desprecio por las verdades absolutas, por la claridad de los conceptos, por la lógica de los argumentos y por la ley natural, abrazando ideologías que engendran violencia bajo la bandera de la “tolerancia” y tratando de atar la verdad al consenso de las masas, minoritarias de preferencia. Todo esto ha sucedido, a vista y paciencia de los laicos que son el fermento de la masa, y de los sacerdotes y obispos que son los otros Cristos. De tanto en tanto se han levantado con un grito de contrarrevolución algunos – muchos para ser justos –, sin embargo, es ahí cuando el mundo vuelve a enseñar su rostro más violento, para recordarnos que al igual que en los primeros siglos, la vía del martirio sigue siendo un camino lícito para que la verdad sea conocida a través del amor, de un amor hasta el extremo. Sin embargo hoy, el martirio común se vive en las aulas universitarias, allí donde un católico levanta la voz para defender con fuentes claras algún dato falseado sobre la Iglesia, o en el curul de una Asamblea Legislativa, donde el católico expone enérgicamente su rechazo ante leyes que atentan contra la dignidad de la persona… no todos los martirios derraman sangre, pero todos tienen como factor común el amor por la Verdad, que no es una mera doctrina, una enseñanza o unos principios, sino una Persona: Jesucristo, Nuestro Dios y Señor.
En mi función de simple portero, reabro este Patio, con la esperanza de que al igual que con el Patio que quedaba fuera del Templo de Jerusalén, hoy también lo que aquí se habla, se discute, se reflexiona, pueda esparcirse por los cuatro puntos cardinales, con el único fin de que la Verdad encuentre lugar en el corazón de los hombres y Jesucristo sea conocido y adorado por todos.
¡Dios los bendiga!
[1] 1 Pe. 3, 15
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