Allá por el año 2006 recuerdo haberme acercado definitivamente a la fe católica, y como todo buen católico principiante, tenía las mil y un preguntas listas como catapulta, para lanzarlas al primero que pudiese. Recuerdo haber tenido preguntas de lo más decentes como “¿por qué veneramos a los santos?” hasta las más… bueno juzguen ustedes, como: “cuando María bajó del burro, ¿san José le ayudó a bajar o no?”… pensándolo bien, ¡no me juzguen!
Ante esta etapa de mi vida, recuerdo a un sacerdote – que hizo mucho bien a mi alma – que me repetía siempre: “Steven, no se trata de saberlo todo, sino aquello que es fundamental para nuestra salvación. Lo demás son curiosidades sin sentido”. Esta frase me ha marcado durante todos estos años, y es a fin de cuentas, lo que rigió qué tipo de libros comprar, a qué tipo de lecturas dedicar el tiempo y – hasta el día de hoy – a qué tipo de preguntas responder. Entre esta frase y la máxima de san Pedro que nos exhorta a siempre dar razón de nuestra esperanza[1], he tratado de mantener ese equilibrio que responde a mi vocación de anunciar la verdad, y a su vez, a la prudencia de no perder el tiempo en discusiones inútiles. Aunque les confieso, no logro mantenerme en ese equilibrio siempre.
LAS DISCUSIONES INFRUCTUOSAS
“Se empeñan en defender sus estúpidas ocurrencias como si fueran la razón y la verdad personificadas, y esto incluso después de razonar todos los argumentos que un hombre puede dar a otro hombre. No sé si es por una superlativa ceguera, que no deja vislumbrar ni lo más claro, o por la más obstinada testarudez, que les impide admitir lo que tienen delante. Lo cierto es que en la mayoría de los casos se hace imprescindible alargar la exposición de los temas ya claros de por sí (…) Pero ¿cuándo terminaríamos de discutir, hasta cuándo estaríamos hablando, si nos creyéramos en la obligación de dar nueva respuesta a quienes siempre nos responden?”[2]
Esto es lo que san Agustín explica refiriéndose a los paganos de Roma, convencidos por cierto, de que todas las catástrofes de la humanidad eran ocasionadas por los cristianos. Más aún, el populacho de ese tiempo, hizo suyo el proverbio vulgar de: “No llueve. La culpa la tienen los cristianos”. Es interesante, porque el populacho de ese tiempo no es tan diferente del populacho de hoy, que después de una vasta argumentación sobre un tema, sigue plantado cual mula en una elucubración personal o en algo “que escuchó por ahí”, o peor aún, encuentran “culpables” a los cristianos, de los peores horrores de la Historia de la humanidad, repitiendo cual trabalenguas “la Inquisición, las Cruzadas, etc.”, evidentemente sin entender ni de contextos históricos ni de hechos reales.
Ante estas personas, cualquier discusión es verdaderamente infructuosa y sin sentido. Es probable que sea mucho más efectivo nuestro testimonio y la oración por el corazón de esa persona, que los argumentos que caen en saco roto. Recordemos que el apostolado no se trata de ganar un argumento, sino de mostrar la Verdad de Jesucristo con caridad y claridad.
EL CATÓLICO “EN EL BANQUILLO”
Varias ocasiones he escuchado testimonios, y yo también he tenido mis propias experiencias, de esos momentos familiares o entre amigos, en donde la reunión se convierte en un verdadero “banquillo de los acusados” con el católico en el centro de toda la discusión. Cuando nos encontramos en situaciones como ésta, siempre es importante tener en cuenta que hay preguntas que no tenemos la obligación de responder. Especialmente cuando quienes preguntan, no saben hacer la pregunta, es decir, lanzan una pregunta con un tono inquisidor pero con una pésima estructura lógica. Por ejemplo: “¿Por qué la Iglesia no vende todo el oro para ayudar a tantos niños pobres?”, a lo que la lógica nos exige responder con otras preguntas: “¿A qué oro te refieres? ¿Sabes si le pertenece a la Iglesia? ¿Sabes si la Iglesia ayuda a los pobres?”… en fin. Muchas veces nuestra obra de misericordia no se enfoca necesariamente en responder la pregunta, sino en enseñarle a la gente a formular preguntas de manera adecuada. Como católicos no podemos aceptar una pregunta mal hecha, o peor aún responderla, pues estamos aceptando implícitamente un error.
Por otro lado, el católico no puede convertirse en víctima de la ignorancia de los demás. Es decir, una cosa es dar razones de nuestra fe a quien las pide con el fin de querer entendernos, pero otra muy distinta es, que nos sintamos obligados a responder a acusaciones infundadas, ilógicas y mal planteadas. En ese sentido, una de las premisas del Derecho, es que la carga de la prueba recae en quien hace la acusación. Somos nosotros quienes debemos pedir pruebas de las acusaciones que se nos hacen, de manera que quede en evidencia un prejuicio, o un argumento válido para el cual vale la pena sostener un diálogo de altura.
LA IMPORTANCIA DE LA FORMACIÓN
Muchos de los que me leen conocen que tengo una cuenta en Ask (una red social de preguntas y respuestas) en donde recibo todo tipo de preguntas, y cuando digo “todo tipo” es en serio, TODO TIPO de preguntas. Por lo que muchas veces me cuestiono: ¿de qué le sirve a este chico/a saber esto?
La formación del católico, y sobre todo del laico, no es algo opcional o reservado a los sacerdotes o a los religiosos. Sin embargo, quienes conocen así sea de manera superficial, toda la inmensa literatura cristiana, comprenderán que podemos llenar una cuadra de bibliotecas de arriba hacia abajo con tanta información que tiene la Iglesia para ofrecer. Por lo que es importante tener en cuenta que no es esencial que todos nos formemos en todo, sino que hemos de formarnos de acuerdo a lo que nuestra vocación particular nos exige. Es decir, un joven laico universitario de 23 años y estudiante de psicología – me invento – debería formarse en temas afines a su rama, puesto que se enfrentará a ambientes hostiles en donde Freud será un dios al que muchos le rinden tributo y a cuyos pies morirán muchas neuronas y en ciertos casos hasta la fe, en cuyo caso, la formación requerida se ajusta a esa realidad. De la misma manera, una doctora que atiende cientos de pacientes – me invento nuevamente –, pues su rama de formación será la bioética y la defensa de la vida.
Varias veces me han preguntado “¿cómo puedo empezar a formarme?”, y siempre respondo: “¿en qué necesitas formarte exactamente?”, justamente por lo que acabo de explicar. La cantidad de información es tal, que la palabra “formación” aplicada a la Iglesia es humanamente imposible abarcar en su totalidad. La cuestión no es agarrar el primer libro que encuentro, sino formarme de acuerdo a lo que Dios necesita que yo sepa, para así servir mejor en la misión que me ha encomendado. Justamente por eso la Iglesia ha clasificado de manera orgánica los distintos aspectos de la vida de la Iglesia en medio del mundo: Doctrina Social de la Iglesia, Derecho Canónico, Bioética, Teología Moral, Teología Espiritual, Apologética, Historia de la Iglesia, Catequesis, etc. Es evidente que un ser humano no puede estar plenamente formado en todas estas ramas a la vez. Justamente por ello, Dios nos encomienda a cada uno esa misión particular.
¡Dios los bendiga!
[1] 1 Pedro 3, 15
[2] San Agustín, La Ciudad de Dios. Libro II, Capítulo I.
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